
Mara

Llegué a este mundo una noche de hace cinco años y me maravilló de inmediato. Los cielos eran amplios y oscuros, salpicados por titilantes puntos azules, amarillos y rojos. Más tarde sabría que los rojos no eran estrellas agonizantes sino los vestigios de una civilización más antigua que el sistema del que partí.
Otra vez ha venido Mara y ha dejado uno de sus mensajes, con este ya son 11 los que encuentro. “Te he dicho alguna vez que me gustas…”, se leía en el pequeño papel amarillo suspendido como un suicida sobre la lampara al lado de mi cama. Lo vi apenas abrí los ojos.
El primero lo encontré hace poco más de medio año. La noche anterior me había ido de juerga con Andrea para celebrar el premio a la obra de teatro que ella había escrito. Una comedia en la que un hombre de treinta años pasa por un breve periodo de asexualidad y se ve obligado a inventar rebuscadas excusas para evitar cualquier contacto con su pareja. Una de las escenas retrata la primera vez que Andrea y yo pasamos la noche juntos y en la que, después de haber estado bebiendo toda la tarde, me quedé dormido justo cuando ella me besaba. O al menos eso dice ella, yo no lo recuerdo muy bien. En fin. Esa noche, después de dejar a Andrea en su casa, me detuve en un bar que está en el centro de Texcoco, al que suelo ir todas las tardes a escribir, por un último trago. Me senté a la barra y pedí un whisky a la cantinera, una mujer atractiva, pero cuyo gesto adusto hace las veces de muralla a la cual infinidad de hombres se estrellan en cuanto intentan coquetear con ella. La miraba cuando el sonido de una notificación me distrajo. Era Andrea y quería saber si ya había llegado. Apuré mi trago y justo cuando me levantaba la mujer rellenó mi vaso. “Hoy son dobles”, dijo antes de marcharse. A la mañana siguiente desperté pasado el mediodía, en mi cama, con un fuerte dolor de cabeza y sin poder acordarme de cómo regresé a casa. Todavía adormilado me levanté y fui a lavarme la cara. Abrí la llave y cuando levanté la vista vi sobre el espejo empañado el primero: “Te agradezco la fantástica noche. Disculpa pero no pude quedarme a desayunar contigo. Espero que no extrañes tu televisor. Besos”. Salí corriendo del baño y fui a la sala a mirar si el televisor estaba. Respiré aliviado al ver que seguía en su lugar. El dolor de cabeza desapareció de inmediato. Lejos de las preguntas obvias: ¿Cómo regresé? ¿Con quién regresé? Me invadió un fuerte sentimiento de culpa. Andrea y yo habíamos pasado el último par de años juntos y justo en esas fechas le había pedido mudarse conmigo. Estaba decidido a llamarla y contárselo cuando sonó el timbre. Era Juli, mi mejor amigo.
— Vaya cara que traes, ¿estás bien? — preguntó.
— Sí, sólo es resaca — respondí mientras tallaba mis ojos.
— Tómate un tehuacan con un sal de uvas. Se te pasa de volada.
— No creo que pueda tomar nada más. No fuiste a trabajar. — dije tratando de cambiar de tema.
— ¿Estás bromeando? Dijiste que pasara por ti para ir a la premiación, pero veo que aún no estás listo.
— ¡Cierto! Se me estaba olvidando. Dame diez minutos — dije y corrí a cambiarme.
Fui a mi habitación y me puse lo más decente que encontré. Cuando regresé Julí me lanzó una mirada puntillosa. Había entrado al baño y leído el mensaje. De inmediato le conté lo que había pasado, o al menos hasta dónde podía recordarlo, y le dije que confesaría mi falta. A pesar de que estaba hecho una furia conmigo me convenció de no hablar. Me dijo que un desliz lo comete cualquiera y que el daño que le causaría a Andrea sería mucho mayor que mi culpa. Fuimos a la premiación y todo transcurrió tranquilo.
La mayoría de los mensajes eran parcos y pequeñas variaciones del primero. Me decía que le había parecido un hombre interesante y con un alma buena; que había disfrutado la noche y que esperaba que se repitiera más a menudo. Todas las mañanas en que aparecían los mensajes yo despertaba con dolor de cabeza y perdida de memoria. Al quinto mensaje acudí al ministerio en compañía de Juli a levantar una denuncia. Lo único que conseguí fue la risa de todos. Al otro día supe el nombre de la mujer: “Me llamo Mara. No tengas miedo, no te haré daño”. Lo cierto es que estaba preocupado. La mayoría de las noches no podía dormir y la culpa me mataba. Juli se fue a quedar algunas noches conmigo para que estuviera más tranquilo. Mientras él estuvo los mensajes dejaron de aparecer. Pero justo al otro día que él se fue apareció el sexto. Estaba oculto entre las paginas de un viejo libro de Hunter S. Thomson que me había regalado mi padre cuando entré a la universidad y que suelo llevar a todas partes. Mi padre no estaba convencido respecto a la decisión que había tomado, pero me apoyaba, y me lo hizo saber con una pequeña inscripción en la tercera pagina. “Eres joven y tienes tiempo de regarla”. Ese día supe que no sólo entraba a mi casa, dormía en mi cama y me drogaba, sino que también estaba dentro de mis pensamientos y recuerdos. Me conocía mejor que nadie. Ni siquiera a Andrea le había contado sobre el libro.
La noche de hace un mes apareció Andrea a la puerta de mi casa con una caja. Sin mirarme siquiera comenzó a meter las cosas que tenía en mi departamento y me dijo que se iba. Que necesitaba tiempo para pensar. Que yo no era el mismo de siempre. Que algo tenía y que se había cansado de esperar una explicación. Lo cierto es que nunca preguntó. No traté de detenerla. La entendía. Me había vuelto paranoico y receloso. Supe que se había acabado. Esto no era una pausa en la que cada uno se retira para encontrar nuevos motivos sobres los cuales cimentar la relación. Ella metía su perfume, su cepillo de dientes, ropa de dormir, cosas sin importancia que podían ser reemplazadas en cualquier momento, en la caja de cartón. Se llevaba su vida, su cotidianidad. Se llevaba la idea de un nosotros. Me dio un beso en la mejilla y se marchó. La mañana siguiente apareció otro mensaje de Mara en el que me juraba que ahora ella se ocuparía de mí y de hacerme feliz. Ese día tomé la determinación de acabar con todo y por eso compré este revolver.
Mientras Ernesto ponía el revolver dentro de su gabardina, una ligera descarga eléctrica recorrió el cuerpo de la mujer. Volteó a ver la salida que ha cada segundo se miraba más lejana. El sonido seco del martillo golpeando la carga la hizo caer al suelo. Un hilo rojo descendió suave sobre sus zapatos. Cuando la mujer se levantó, sobre la barra, y manchada de sangre estaba la onceava nota. “¿Te había dicho alguna vez que me gustas? ¿Qué tal si te sirvo un trago y nos conocemos un poco?”.
Historia surgida después de leer la historia con post-its de mi amiga Henar. La pueden encontrar en su fantástico blog Pensando en la oscuridad. Le he robado un par frases. Espero no le moleste.
https://pensandoenlaoscuridad.wordpress.com/2016/10/25/como-te-lo-escribo/
Las imágenes se suceden una a una por la ventanilla: un par de montañas, algunos arboles, un pueblo en el que una vez besé a una mujer de la que no recuerdo el nombre. La vida pasa afuera mientras ella y yo compartimos el pequeño cubículo del tren en el que viajamos. No la conozco ni ella a mí. Lo único que sé de ella es que tiene el cabello largo y rubio como espigas de trigo, los ojos azules y los labios aduraznados. ¿Tendrán la misma textura?, me pregunto y muero por preguntárselo, pero no quiero interrumpirla, está absorta en su libro. Pasa las paginas con premura, como si buscara algo, como si oculto entre las lineas se escondiera un secreto, una frase que cimbraría los pilares sobre los cuales descansa el mundo. Ella ha cimbrado la mía, pero no lo sabe. De vez en vez sonríe, se ruboriza. Mírala, se carcajea. Está chica es fantástica. El tren disminuye la velocidad acompañado de un chirrido apenas perceptible. Tomo mis cosas y salgo de la cabina. “Hasta luego”, murmuro…
Ínfimo diáfano estertor
Oh, jerga médica de lo más pedante.